Musicodormir



El Chorrillo, 2 de mayo de 2015

Noche de musicodormir de una manera tan agradable que llegué a pensar que era la mejor forma de hacer dos cosas a la vez, oír música y dormir. Primero escuché un cuarteto de Debussy que me resultó asombrosamente corto, posiblemente porque más de la mitad lo dormí bonachonamente acurrucado en un dulce bienestar. Luego fue la Kiri Te, Kiri Te Kanawa, con unas arias de Puccini. Me despertaba, medio tumbado en el sillón con los pies sobre un puf la oía a ella cantar aquello de O Mio Babbino Caro, o aquello otro de Si Mi Chiamano Mimi y era una gozada musicodormir arropado por el leve cansancio de una larga caminata que había hecho esa tarde por los campos rabiosamente bellos cuajados de amapolas, mostaza de campo, jaramagos y chupamieles, amén de ese manto verde de la cebada que se mecía como olas tranquilas cercanas al crepúsculo. Después volvía la oscuridad a mis oídos y entraba y regresaba al suave oleaje del sueño donde la música de Oh Caro Mio llegaba como si estuviera entrando por el Canal Grande en Muerte en Venecia el mismo Dirk Bogarde en el papel de Gustav von Aschenbach, un personaje que ensueña en el amanecer rodeado por la música de Mahler. Hasta Puccini llegó a su fin haciendo del tiempo una curiosa balsa de confusa duración. Cuando el disco tocaba a su fin mi teléfono le daba un toquecito en la espalda al amplificador y éste emitía un ronroneo de gatos haciendo el amor en mitad de la noche y ello me despertaba. Entonces echaba la mano a la mesita procurando no despertarme demasiado y buscaba otro tema con que arrullar mi sueño; hasta Bruckner llegó a entrar en escena con una larga sinfonía. Jo, hasta la música del anciano y venerable Haydn tuvo también su momento. Sonaban los alegres compases de su Sinfonía 95 cuando otro ruido diferente al de los gatos me sacó definitivamente de mi musicodormir, la batería del teléfono me pedía que conectara éste a un enchufe. Una lástima; con lo a gusto que yo estaba... Me levanté, busqué el cargador, conecté el teléfono a la red. Ya fue inútil volver a penetrar en aquel espacio semimágico mezcla de música y dulce vagar por las aguas tranquilas del duermevela.

Pensé entonces en esos maravillosos momentos que la vida te regala sin que tú hagas absolutamente nada para merecerlo. Días atrás había tenido unos instantes de parecida intensidad. Era sábado por la mañana y yo caminaba por las calles de Usera después de hacerme una analítica para el preoperatorio de la intervención de cataratas que me realizarían después de una semana. Había desayunado en un bar y el dependiente, un negro negro salido de Lo que el viento se llevó me había saludado con un familiar "buenos días, vecino" y me había puesto un café con un croissant a la plancha cubierto de mantequilla y mermelada; después me había echado a la calle como quien emplea su relajado ocio matinal por una desconocida ciudad de alguna parte de Serbia o Rumanía. Y fue unos pocos minutos más tarde que ocurrió de nuevo el milagro. Sentí que por mis órganos internos, desde los pies a la cabeza, empezaban a formarse pequeños riachuelos de felicidad. Comenzaban a aglutinarse alrededor de las rodillas y poco a poco me subían a lo largo del cuerpo como un espumoso champán para remansarse a la altura del plexo solar, un lugar donde Unica Zurn, recogiendo enseñanzas orientales, localizaba el centro de la persona, un lugar donde el dolor y la alegría de vivir se daban cita. Las calles de Usera estaban dominicalmente tranquilas. Sufrí de niño una atrofia del nervio óptico del ojo derecho que me llevó a perder la visión de ese ojo y siempre tuve miedo de perder algún día la vista del único ojo que me queda. Paseaba lentamente, disfrutaba de esta mañana de primavera, me sentía discretamente feliz, ya ni siquiera me asustaba esa posibilidad remota de un accidente quirúrgico que me dejara ciego. Paseando por Usera sentía que la vida me había dado tanto que sólo me preocuparía lo que pudiera implicar a mi familia una situación así; pero esta sensación era una más entre otras, otras en donde era posible escuchar el murmullo de las olas arrastrándose por un lecho de cantos rodados que sonaban como campanillas de un templo tibetano.

En las proximidades de las vías del Cercanías los taludes se han llenado de amapolas y jaramagos, rojo sangre y amarillos de esos que pueblan tantos cuadros de Van Gogh. Tiempo como detenido a la vera de las ocupaciones diarias, de los asuntos de la política que median en las proximidades de unas elecciones. Que pasen estas cosas dentro de uno de tanto en tanto es uno de los mejores regalos que se pueda concebir y que confirman aquella idea de Wells en La puerta en el muro, hoy escribo por segunda vez de esta dichosa puerta, de que no se encuentra lo que se busca, de ahí ese absurdo de pretender buscar la felicidad, esa cosa tan escurridiza que sólo asoma sus naricillas por nuestro organismo cuando a ella le da la gana y como mucho en circunstancias en que hemos sido capaces de crear las condiciones necesarias en nuestro cuerpo y en nuestro ánimo para que ella germine. Luz, humedad, calor, ciertas lecturas, cierta música, ciertas actividades en la soledad de la noche en el mar o las montañas, cierto trabajo de atención a la abuela que tan viejita está... quién sabe los caminos del Señor. Quién sabe si sólo se trata de un porque sí, un algo que como sucede en primavera en algún insólito lugar desértico surge por generación espontánea para llenar de belleza unos pocos e inhóspitos centímetros cuadrados.

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