Un millar de libros


El Chorrillo, 20 de abril de 2015


¿Qué pasa cuando en mitad de una abundante digestión después de haber usado media vida para dar por válido lo que haces o dejas de hacer mediante un saco de razonamientos, de golpe, debido a una inspiración pseudodivina, la virgen sobre un pedrusco de El Escorial, pongamos por caso, descubres que de lo que se trata es que uno es tan zoquete que ni siquiera se le ha pasado por la cabezota la posibilidad de que se esté equivocando y que lo único que está haciendo es dejarse llevar por los hábitos que adquirió en los tiempos de María Castaña, y que metido dentro de ellos no hace otra cosa que repetirse día a día a sí mismo en una especie de infecto continuum? Hoy me admira la gente que no se separa de su sillón favorito en el cuarto de estar, de sus programas de la tele, de dos o tres programas de radio más y que para variar los fines de semana se marcha a dar un paseíto por los centros comerciales de la misma manera que sus ancestros dedicaban la mañana a ir a misa y a tomar el vermú tras el santo oficio en el bar de la esquina. Esa fe del carbonero y esos hábitos hechos para atravesar la vida sin darle vueltas al coco ni menear un dedo que no sea para accionar el mando a distancia se me antoja esta noche como un muy deseable hacer que en algún momento me gustaría experimentar de la misma manera que me gustaría sentir los efectos del hecho de vivir dentro de la piel de un vagabundo que duerme en la calle sobre un cartón y pide limosna con un perrazo de aspecto melancólico a su lado. Pero no, los hábitos mandan y uno termina reproduciéndose a sí mismo ad infinitum durante décadas considerando que uno no ha nacido para vagabundo ni para aburrirse como una ostra frente a la teletonta.

 La vida, que tan corta es, debería servir para experimentar muchas vidas diferentes, catar de aquí y de allí, meter mano en esto y lo otro, reencarnarse en perros, gatos, jilgueros o tratar de desenmascarar qué coño se cuece en el cerebro de tantos humanos que, como Rato y compañía y otras faunas afines dedican infantilmente su vida, como cuando yo era muy niño, a coleccionar cromos, cromos o billetes de quinientos euros, tanto monta. Hele, ¿el antídoto para ponerse a buen recaudo de errores de ésta y parecidas índoles? Se me ocurre que un buen método podría ser intentar comprender el hilo conductor que mueve a esta gente, incluidos los personajes de Hola, los mafiosos, los cardenales y obispos de lujo, los banqueros del Vaticano, los mendigos, los desahuciados, la gente de bien, los que sienten en el pecho esa gran necesidad de hacer algo por los demás. Pero no, las cosas suceden de manera muy distinta, te llenas de hábitos y date, ya es como si tu vida fuera una autovía de la que no saldrás hasta el momento de palmarla. Te afilias al PC cuando tenías diecisiete años y cincuenta o sesenta años después sigues atado a las mismas consignas dale que dale sin darte cuenta de que el mundo ha cambiado un tantico desde hace décadas; te emperejilas con el cine, con los libros, con determinada música, con los veranos en Benidorm y con los inviernos en Baqueira Beret y de ahí ya no sales, o si sales, como le sucede al señor ese que fue tesorero del PP, es para atarte a otra manía mucho peor, la de convertir en oro todo lo que tocas.

El oficio ese de comprender debería ser un gran oficio. No necesariamente un oficio necesitado de algunos de esos tochos de filosofía que sólo un puñadito de lumbreras es capaz de comprender, no, se trata de saber qué coño hace uno, para qué lo hace, de entender lo memo que puedes ser durante media vida sin que en ningún instante seamos capaces de darnos cuenta de ello. Grave enfermedad que acarreamos, Dios nos coja confesaos, incluso cuando nos hacemos mayores, como si haber pasado por la vida montones de años no nos hubiera servido para saber distinguir el trigo de la paja. Ayer, sin ir más lejos, así razonaba mi linda cabezota en torno al hecho de haber leído muchos libros desde la infancia. Llevo desde hace una veintena de años una base de datos en donde voy apuntando los libros que voy leyendo. Pues bien, después de anotar los dos o tres títulos últimos leídos caí en la cuenta de que el último hacía el número mil. Hostia, mil libros leídos en un par de décadas no está nada mal, me dije, y entonces recordé una época en que yo andaba flaneando por algunas webs de encuentros buscando alguna amiga con la que compartir aficiones lectoras y lo que se terciara. Bien, pues en aquella ocasión, a la hora de rellenar el perfil que sirviera para tropezarme con un ser afín, una de las cosas que apuntaba allí era lo bueno que sería que además de coincidir en una serie de aficiones, ella, la candidata de turno, sería mucho mejor recibida si tuviera un millar de libros leídos a sus espaldas. Así me las gastaba yo entonces, un tiempo en que el índice de libros leídos constituía para mí una garantía para tener una relación con cierta garantía de éxito.

En realidad no era más que un enésimo intento de buscar una cómplice con quien satisfacer la curiosidad propia que se da entre hombres y mujeres, amén de querer dar salida a esa manía de necesitar comprender lo que pasa alrededor y dentro de uno. Una compinche con la que seguir mareando la perdiz de los porqués y que yo suponía más viable después de haberse metido entre pecho y espalda un millar de libros. En cosas así andaba yo esta noche cuando me tropecé con el interrogante de qué hacer con mi tiempo libre, y que dadas las circunstancias parecía destinado a repetir un conocido y reiterativo esquema personal que poco faltaba para resultarme ya aburridísimo. Descubrí hace tiempo la mina de caminar, de leer, de hacer fotos, de escribir, asuntos que reportaron réditos y satisfacciones estimables, pero sucede que después de años de más de lo mismo llegas a tener la sensación de que esa reiteración, ese sota, caballo y rey en que has venido embarcándote te empieza a pedir algún cambio. Hoy nos reíamos durante la cena montón cuando caí en escenificar alguno de los aspectos ridículos en los que tan fácil puedes caer un día sí y otro también; autoengaños para dejar de hacer lo que no te apetece, autoengaño para levantarte una o dos horas más tarde de lo que deberías, engaño cuando intentas defender lo majo que es eso de estar sin hacer nada cuando lo que ello esconde es una endemoniada pereza. Quizás lo que me estuviera pidiendo el cuerpo era añadir algún condimento al guiso diario. Descubrir, como hace algunos días, que junto al menú obligado en la calle Atocha de La casa del jamón, puerta con puerta puedes degustar una exquisita cena en un novedoso restaurante tailandés puede resultar un incentivo de lujo bajo determinadas circunstancias. Sería obsceno comparar un menú tailandés con una relación femenina adornada con el bagaje de un millar de libros leídos, pero sirva el ejemplo para saber de qué hablo. El alma y el cuerpo no dejan de ser entidades con particulares caprichos que conviene conocer a fin de darles satisfacción y amenizar el tránsito por la vida.


Uno se ve a veces tan simpáticamente ridículo con lo que hace o piensa que llega incluso a sentirse a gusto dentro de ese manojo de contrariedades.  No hace falta que lo diga Shakespeare para entender que al fin de todo este mundo es una broma en la que los humanos representamos el papel de unos pobres comediantes.

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